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viernes, 31 de mayo de 2013

Publicado el 12/8/1995 Ya pasó el verano. Ya mi ventana vuelve a su sitio, después de haberse asomado a otros paisajes, a otras luces, a otras vidas y costumbres. Ya tuvimos nuestra ración anual de brisa, salada y refrescante; aún lucen en nuestros ojos los infinitos matices de verdes y azules del inmenso manto, armiñado de espuma en sus bordes, que parece el mar, la mar, como le dicen los que van a ella con la sencillez del que acude a su trabajo diario. Ya pasó el verano. Ya los cristales de mi ventana recuperan su claridad después de haber rendido culto a Baco, Venus y Morfeo, en desordenada procesión durante la primera Semana de Septiembre. De todo lo vivido en el verano, quiero conservar en la memoria del papel, más fiel y duradera, un instante mágico. Estábamos en Fonseca, al lado de la plaza del Obradoiro. Habíamos cumplido el rito del abrazo al Santo y el de los “croques” en el Pórtico de la Gloria, y felices y un poco aturdidos por la muchedumbre, descansábamos viendo los preparativos de un mimo que se disponía a comenzar su actuación. La gente desfilaba, indiferente, sorteando a mi hija pequeña, que permanecía absorta viendo el espectáculo que comenzaba ante ella, y que no era otro sino que el mimo, con un cigarrillo en una mano y una rosa en la otra, permanecía en la más absoluta inmovilidad. No sin esfuerzo conseguimos arrancarla de su éxtasis, y comenzamos un paseo interrumpido por las compras de rigor. Al cabo de un rato estábamos otra vez mi hija y yo delante del mimo, mientras el resto de la familia seguía de compras. Pero la actuación del mimo ya no era la inmovilidad absoluta, sino que de vez en cuando, con un gesto de robot, cambiaba su posición. Al poco tiempo me di cuenta de que la pequeña había descubierto con asombro lo que era evidente para un espectador más retirado y menos embelesado, es que el mimo alteraba su posición cada vez que las monedas que arrojaban los viandantes caían dentro del cestillo destinado a recogerlas. Con los ojos llenos de alegría, vino a pedirme –“Por favor, papi”- más monedas para echarlas dentro del cestillo. Se las di, y cuando cayeron en el cestillo, el mimo, no sé si por gratitud ante la donación repetida, o por resultarle ya una cara conocida, o bien porque había observado toda la operación, con un gesto de robot, dulcificado por una gran sonrisa en su blanca cara, ofreció la flor a la niña. Mi hija la cogió y se volvió hacia mí, y su expresión me iluminó y me compensó de muchas otras cosas de este verano. Cuando el mimo bajó a descansar, nos acercamos mi hija y yo. Ella le devolvió la flor, para que pudiera seguir su actuación y yo, estrechándole la mano, le di las gracias. Cuando volvieron la madre y las hermanas y les conté lo sucedido, me preguntaron si lo había filmado. Hasta ese momento no me di cuenta que llevaba la videocámara. Pero creo que lo sucedido se mancharía un poco si lo hubiera grabado y lo pudiéramos ver una y otra vez. Hay momentos y experiencias que son únicos, y que solamente el recuerdo, subjetivo siempre, nos devuelve en toda su belleza. Nos seguiremos viendo, desde mi ventana. L. Alfonso Asperilla

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