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lunes, 12 de septiembre de 2011

Otra ventana

Ya no estoy en mi ventana, aquella ventana desde la que os comentaba, hace años, sobre vivos y muertos, sobre sentimientos y sensaciones, aquella ventana privilegiada que observaba los vientos de cambio, casi siempre del Sur, desde la que veía caer la lluvia, limpiando el polvo de décadas, y aún de siglos, que se acumulaba en esta tierra nuestra. Han sucedido muchas cosas, pasaron las lluvias y ahora el polvo ya no es solamente polvo, también es contaminación, pesticidas, productos químicos. Y ya no llueve, al menos no tanto como llovía. Ahora riegan las calles, y el inútil riego proporciona una pátina de limpieza que dura apenas nada, unas horas. Y cada riego nos borra un poco aquella esperanza, la de que los vientos y la lluvia vuelvan a dejar las cosas como deben estar.
Os decía que ya no estoy en aquella ventana, ahora os escribo desde un refugio. Frente a mí, una pared, adornada con fotografías de un grupo de folclore cubano. Giro la mirada y veo la cocina, un poco más y veo el patio, protegido contra la lluvia por unos enormes ventanales translúcidos de plástico, creo que le llaman policarbonato. En principio estaban pensados para mi padre, para que pudiera pasear, al abrigo de las lluvias, aquellos paseos que los médicos le recomendaban en sus últimos años. El no quiso nunca cambiar el aire libre por el policarbonato, ni la sombra de la parra por la del Mylar (otro plástico). Cuando murió, yo lo cambié, con otros fines, pero fue inútil, tampoco sirvieron a los nuevos. Y ahí están, atemperando plásticamente los rigores del invierno, y también los del verano. Bien está, pero me parece ahora que no ha merecido la pena este cambio. Cabe decir que tampoco han merecido la pena otros cambios que nos han sucedido a todos. Demasiados esfuerzos para que las cosas estén peor.
Y es que nos creímos que, de pronto, íbamos a descubrir América, y resulta que ya estaba descubierta, y nos creímos que íbamos a ser europeos y nos irían mejor las cosas, sin darnos cuenta de que ya éramos europeos, por más que no nos lo creyéramos, que el cambio debía producirse en nuestras mentes, y no en unos documentos que firmamos “para ser europeos”. Cierto es que la europeidad firmada alejó de muchas mentes la posibilidad de un intento de vuelta al régimen opresor, pero nos dejó a cambio la cultura del todo vale, de la falta de valores, y nos alejó también de la sencillez, del respeto y la cortesía. Pero nos empeñamos en cambiar, quizá por el simple hecho de cambiar, y nos revestimos con una cultura de gasto, de consumismo compulsivo, que es el que nos mantiene en un ficticio “estado de bienestar” en el que confundimos (y seguimos confundiendo) tener con ser, hablar con razonar, opinar con informar, colegiar con educar y otros conceptos como democracia con partitocracia. Pero entrar en esto último sería entrar ya en otro tema, ¿bastante alejado? del, muy particular y no demasiado trascendente, hecho de haber cambiado la parra del patio de la casa que fue de mis padres, por plástico. Un abrazo desde mi nueva y virtual ventana.