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viernes, 31 de mayo de 2013

Publicado el 10/6/1995 Ya se está produciendo el relevo. Suavemente, sin traumas, a los que vivimos en la primavera del 68 nuestra propia primavera, nos están madurando los renuevos. Me he sorprendido con el hecho, pero es tan natural como cualquier otro acontecer vital. Mi hija mayor, a la que hace unos días estaba meciendo en su cuna, y ayer mismo la iba a buscar a la salida del colegio, ya está en la Universidad. No soy consciente del tiempo transcurrido, pero debe ser cierto que ya tiene dieciocho años. Y sin embargo, ¿dónde están esos dieciocho años? Cuando me miro en el espejo no tengo dudas, pero no es eso lo que pregunto. Lo que me pregunto es que si durante todo ese tiempo hemos vivido en permanente contacto, si hemos aprendido juntos tantas cosas, ¿cómo es que no tengo presente en mi memoria cada momento de esa experiencia única, de ese hecho irrepetible que es la crianza de un hijo? ¿Qué es lo que queda? Estamos tan acostumbrados a tenerlos siempre delante, que no disfrutamos, que no atesoramos cada momento que pasamos con ellos. Y luego, en cada reencuentro, queremos forzar unas risas, restablecer unos puentes que pudieran haberse destruido, y no pensamos que no hacen falta puentes si seguimos siendo los mismos, que no se han creado distancias si antes no las había, que la misma naturaleza de la relación es la que va a eliminar los desacuerdos, como siempre lo ha venido haciendo sin habernos dado cuenta. Son las dos de la madrugada, y estoy escribiendo estas líneas en la habitación, vacía, de mi hija mayor. Ella estará en otra habitación de otra ciudad, viviendo otra parte de su vida. Su luz iluminará a otras gentes, pero a nosotros nos deja en una cierta oscuridad. Qué curioso. Gracias a esa oscuridad destaca más vuestra luz, la luz de las personas especiales que día a día veo, desde mi ventana. L. Alfonso Asperilla

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