domingo, 9 de junio de 2013
viernes, 31 de mayo de 2013
Recuperando escritos....
Publicado el 5/8/1995
Supongo que alguno de los lectores habrá sentido cierta curiosidad por saber cómo es mi ventana. Pues bien, hoy os voy a hablar de ella.
Mi ventana está orientada al Oeste, de donde vienen los vientos y la lluvia. Es una ventana de las antiguas, de las de madera de pino. Cuando era nueva, rezumaba naturaleza por todas sus vetas. Ahora, al acercarme a ella veo que, aunque está barnizada, el agua de la primavera, el sol del verano y las heladas del invierno, han ido dejando su huella en mi ventana. Hoy se fabrican ventanas de plástico que permanecen inalterables ante las inclemencias del tiempo, y que aíslan perfectamente a la gente en sus casas. Pero mi ventana no está ahí para aislarme, sino para poder seguir viendo la calle y sus gentes, aunque yo ya esté recogido en este segundo claustro materno, que es para cada uno de nosotros nuestra casa.
Pobre y querida ventana, que a través de tus grietas me muestras cómo pasa el tiempo también para ti, y que a pesar de todo, me acoges con benevolencia, cuando descargo el peso de mi cuerpo en tu alféizar, suavizado por el desgaste. Entonces eres más ventana que nunca, y el bostezo, a veces sonoro, que ofreces al mundo cuando te abro, no es el bostezo aburrido con que se recibe la milésima repetición de un espectáculo, sino el desperezo sensual con que anticipas la satisfacción venidera.
Hay otra muchas ventanas, ventanas de patio de vecindad, que unas veces nos muestran lo que no queremos ver, y otras en cambio, con sutil coquetería, velan los perfiles desnudos de rostros y cuerpos; ventanas de galería, falsas ventanas que, a modo de antiparras, se han colocado delante una armazón de aluminio, o de hierro esmaltado, y que ya para lo único que sirven es para que entre un poco de luz, pero que han perdido su función principal, por más que me contradigan los arquitectos, que es la de poder sentir que, a pesar de estar retirados, enclaustrados en nuestro hogar, seguimos estando en relación, aunque sólo sea visual, con nuestra calle y nuestra gente; ventanas de buhardilla, relojes de sol que ayudan a estudiantes y despiertan a recién casados. Y ventanas de semisótanos, tristes ventanas que, presas tras unos barrotes, saben que nunca serán atalaya de gorriones. Hay más ventanas, ventanas en maderas nobles, pretenciosas ventanas de ojo de buey, preciosas ventanas de rejas, donde se funden manos y besos cuando, fugaz, una nube oculta la luna.
Pero sé que ninguna de ellas sería mi cómplice, ninguna acogería mi cuerpo como ella, cuando quiero ver el mundo, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla.
Publicado el 12/8/1995
Ya pasó el verano. Ya mi ventana vuelve a su sitio, después de haberse asomado a otros paisajes, a otras luces, a otras vidas y costumbres. Ya tuvimos nuestra ración anual de brisa, salada y refrescante; aún lucen en nuestros ojos los infinitos matices de verdes y azules del inmenso manto, armiñado de espuma en sus bordes, que parece el mar, la mar, como le dicen los que van a ella con la sencillez del que acude a su trabajo diario.
Ya pasó el verano. Ya los cristales de mi ventana recuperan su claridad después de haber rendido culto a Baco, Venus y Morfeo, en desordenada procesión durante la primera Semana de Septiembre.
De todo lo vivido en el verano, quiero conservar en la memoria del papel, más fiel y duradera, un instante mágico. Estábamos en Fonseca, al lado de la plaza del Obradoiro. Habíamos cumplido el rito del abrazo al Santo y el de los “croques” en el Pórtico de la Gloria, y felices y un poco aturdidos por la muchedumbre, descansábamos viendo los preparativos de un mimo que se disponía a comenzar su actuación. La gente desfilaba, indiferente, sorteando a mi hija pequeña, que permanecía absorta viendo el espectáculo que comenzaba ante ella, y que no era otro sino que el mimo, con un cigarrillo en una mano y una rosa en la otra, permanecía en la más absoluta inmovilidad. No sin esfuerzo conseguimos arrancarla de su éxtasis, y comenzamos un paseo interrumpido por las compras de rigor. Al cabo de un rato estábamos otra vez mi hija y yo delante del mimo, mientras el resto de la familia seguía de compras.
Pero la actuación del mimo ya no era la inmovilidad absoluta, sino que de vez en cuando, con un gesto de robot, cambiaba su posición. Al poco tiempo me di cuenta de que la pequeña había descubierto con asombro lo que era evidente para un espectador más retirado y menos embelesado, es que el mimo alteraba su posición cada vez que las monedas que arrojaban los viandantes caían dentro del cestillo destinado a recogerlas.
Con los ojos llenos de alegría, vino a pedirme –“Por favor, papi”- más monedas para echarlas dentro del cestillo.
Se las di, y cuando cayeron en el cestillo, el mimo, no sé si por gratitud ante la donación repetida, o por resultarle ya una cara conocida, o bien porque había observado toda la operación, con un gesto de robot, dulcificado por una gran sonrisa en su blanca cara, ofreció la flor a la niña. Mi hija la cogió y se volvió hacia mí, y su expresión me iluminó y me compensó de muchas otras cosas de este verano.
Cuando el mimo bajó a descansar, nos acercamos mi hija y yo. Ella le devolvió la flor, para que pudiera seguir su actuación y yo, estrechándole la mano, le di las gracias.
Cuando volvieron la madre y las hermanas y les conté lo sucedido, me preguntaron si lo había filmado. Hasta ese momento no me di cuenta que llevaba la videocámara. Pero creo que lo sucedido se mancharía un poco si lo hubiera grabado y lo pudiéramos ver una y otra vez. Hay momentos y experiencias que son únicos, y que solamente el recuerdo, subjetivo siempre, nos devuelve en toda su belleza. Nos seguiremos viendo, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Publicado el 16/12/1995
A veces, cuando a lo largo de nuestra vida nos vamos encontrando con hechos, situaciones o vivencias, los consideramos como si se produjeran de forma aislada. Podemos llegar a pensar que son tan importantes que los contemplamos sin ninguna perspectiva, influidos y apremiados por su existencia. Pero si somos capaces de frenar nuestra reacción más inmediata, si conseguimos mirar hacia atrás y analizar otros que les han precedido, nuestra visión de esa vivencia o situación pasa a ser más sosegada, y podremos contemplar lo que nos inquietaba como algo que forma parte de una estructura mayor y más compleja, como es en definitiva la vida.
Este era el comienzo de una carta que os escribía la semana pasada, en la que planteaba el tema de los problemas que nos vamos encontrando a lo largo de nuestro discurrir por este mundo que, hagamos lo que hagamos, indefectiblemente concluye en la muerte. Quizá no sean las fechas más propicias para hablar de este tema. Se acerca la navidad y tengo la impresión de que este año deseamos su llegada más intensamente que otros. Es un tiempo en que solemos engrasar los engranajes, a veces chirriantes, de nuestras relaciones con los demás. Unos sinceramente y otros de cara a la galería, nos esforzamos en dar un poco de nosotros mismos. Pero a veces sucede que hay personas, amigos, compañeros, a los que la vida parece haberse complacido en maltratar, y que por mucho cariño que les podamos ofrecer, no conseguimos mitigar su tristeza y su dolor. Va a llegar el tiempo en que por historia y por tradición somos más alegres y generosos. No deseo enturbiar vuestra felicidad. Solamente deseo que seamos capaces de amar a quien lo necesita. Alguien dijo que la felicidad es ausencia de dolor. Para mí es muy difícil definirla. Sólo se que la mía siempre ha tenido su origen en los demás. He conocido y amado y eso me ha hecho feliz. Los momentos más gloriosos siempre han sido compartidos, y no me imagino ser feliz sin alguien a mi lado. Y también encuentro la felicidad cuando rescato del olvido a todos aquellos a quienes he querido. En ese momento están tan presentes como cuando compartían tiempo y espacio conmigo.
Y es así, forzando con la palanca de la memoria las puertas del tiempo y del espacio, como podemos hacer frente a los retos que, día a día, nos va presentando la vida. En este mundo únicamente sobreviviremos en la memoria de los demás, y eso depende del amor que seamos capaces de ofrecer mientras aún es tiempo. Y es el mismo tiempo que rompe nuestra relación el que ayuda a cicatrizar la herida. Y con su transcurrir miraremos los aconteceres de hoy como algo muy lejano, y recordaremos con cariño a quienes nos ayudaron a ser. Un abrazo, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Publicado el 15/7/1995
Aún es martes cuando escribo estas líneas y ya quisiera que fuera domingo. No sé como transcurre el tiempo para vosotros. Para mí, se va descolgando, cada vez más rápidamente, entre domingo y domingo, como lianas que le fueran necesarias para moverse. Supongo que para las amas de casa que a pesar de vuestra estricta administración, no conseguís llegar al día 30, el tiempo transcurrirá entre día de pago y día de pago, y para los estudiantes entre las vacaciones de verano, las de Navidad, de Carnaval y de Semana Santa, y para los que están en la mili, descontando días hasta la licencia, como siempre ha sido.
En fin, creo que la forma de apreciar el paso del tiempo, igual que muchas otras cosas, varía en función de las circunstancias de cada uno, pero como vosotros no me contáis las vuestras, os hablo yo de las mías. El domingo es el día que más me gusta. Comprendo que para el que trabaja este día, quizá no sea así, pero a mi me parecen los domingos de Medina más luminosos que el resto de los días de la semana. Pudiera ser porque me muevo por distintas zonas que otros días, o porque se rompe el ritmo habitual de vida, pero creo que se debe a que el domingo es un día de reencuentros. En el mercado, en misa, en los paseos por la plaza, en el cine de la tarde, pero sobre todo en las obligadas “visitas” a bares y cafeterías del mediodía del domingo, los medinenses nos encontramos después de la semana de trabajo. Casi siempre con nuestras mejores galas, con unos duros en el bolsillo, con tiempo por delante para disfrutar, y los amigos “de toda la vida”, (expresión máxima de la amistad o del conocimiento ante la que no caben méritos ajenos), junto con nosotros para hablar, discutir, reírnos o lo que se tercie, que para eso están los amigos. De vez en cuando, alguno, ausente durante un tiempo por trabajo o por cualquier otro motivo, se une a la panda que, domingo a domingo, y siguiendo un ritual jamás escrito, cerca del mediodía comienza un camino que bar a bar, y al ritmo lento de la cantinela: “Un blanco, dos claretes, tres tintos y dos cortos”, nos deposita en casa a punto de dar las tres, con la satisfacción de haber visto a la gente, tanto la “nuestra” como la habitual, y que muchas veces es la misma que, día a día, cuando no es domingo, veo pasar, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Publicado el 8/7/1995
BK4454813 06-27-95, BK4454822 06-27-95. Son las identificaciones de las fotografías de las fichas de dos personas, detenidas por la policía de Los Ángeles, California, EEUU. Creo que una de ellas se llama Hugh Grant, es inglés y es el protagonista de “Cuatro bodas y un funeral”. Bueno, pues al bueno de Hugo se le ha caído el pelo. No es que se haya quedado calvo, no, es que ha tenido un desliz que, según los expertos, pone en peligro su vida profesional, salvo que le perdone públicamente su santa (esposa), que por lo visto es una cotizada modelo. Y total, por dar trabajo a una profesional del sexo. Si consideramos la repercusión que, a nivel de prensa ha tenido tal hecho en Inglaterra y los EEUU, podría darnos la impresión de que ni en Inglaterra ni en los EEUU hay putas, y si las hay, no tienen clientes. Y no lo entiendo. Y es que creo que los EEUU están tan acostumbrados a “hacer el amor” al resto del mundo, de grado o por la fuerza, (vaya expresión, “hacer el amor”), que no deberían escandalizarse porque a nivel personal, un miembro de su industria artística, haga lo mismo que como nación vienen haciendo desde siempre. Y tampoco entiendo la reacción de los ingleses respecto al sexo. Aunque puede ser que lo que les ha molestado haya sido la variante utilizada en este caso, una “fellatio”, (quizá quede un poco más fino lo de “sexo oral”). NO empleo el castellano común porque es posible que alguna(o) de Vds. Lo confunda con uno de los sinónimos de borrachera, y no es mi intención. Señor, señor, tanto ruido por un poco de “sexo oral” con una prostituta. Claro que a lo peor ha sido porque esta profesional era negra. O porque la relación se desarrolló dentro de un automóvil, cosa nada elegante. Porque no creo que sea por el aspecto masculino de “la profesional”, con barba de un día, los labios sospechosamente abultados, manos grandes y laringe prominente. No, por ese motivo no hubieran montado todo este “cirio”. La verdad es que mi conocimiento de la forma de ser anglosajona es bastante corto, y se limita al de una familia inglesa en un camping de Tarragona, y a mi relación, amable y cordial, con Douglas, que por lo visto es poco representativo de la forma de pensar del The Guardian: “Hugh ¿… cómo has sido capaz?, o del Daily Telegraph. “¿Qué más puede desear un hombre?”. Yo, la verdad, aún a riesgo de errar, me atrevería a decir a los redactores de los rotativos citados, y a las personas que puedan representar, que lo que puede desear un hombre en un momento determinado, es preciso ser hombre para comprenderlo, dando a la palabra hombre toda la grandeza y toda la miseria de su significado.
Hay pasiones, a las que todos en alguna ocasión sucumbimos, mucho más envilecedoras que el sexo, (que además de placentero, es necesario), y en las que ponemos toda nuestra mala voluntad; hay un afán desmesurado de poseer, hay envidia, hipocresía, soberbia, indiferencia ante el dolor (ajeno), ante la extrema miseria (ajena), y demasiado odio en hechos, palabras y miradas, que afortunadamente, veo muy de tarde en tarde, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Publicado el 10/6/1995
Ya se está produciendo el relevo. Suavemente, sin traumas, a los que vivimos en la primavera del 68 nuestra propia primavera, nos están madurando los renuevos. Me he sorprendido con el hecho, pero es tan natural como cualquier otro acontecer vital. Mi hija mayor, a la que hace unos días estaba meciendo en su cuna, y ayer mismo la iba a buscar a la salida del colegio, ya está en la Universidad. No soy consciente del tiempo transcurrido, pero debe ser cierto que ya tiene dieciocho años. Y sin embargo, ¿dónde están esos dieciocho años? Cuando me miro en el espejo no tengo dudas, pero no es eso lo que pregunto. Lo que me pregunto es que si durante todo ese tiempo hemos vivido en permanente contacto, si hemos aprendido juntos tantas cosas, ¿cómo es que no tengo presente en mi memoria cada momento de esa experiencia única, de ese hecho irrepetible que es la crianza de un hijo? ¿Qué es lo que queda? Estamos tan acostumbrados a tenerlos siempre delante, que no disfrutamos, que no atesoramos cada momento que pasamos con ellos. Y luego, en cada reencuentro, queremos forzar unas risas, restablecer unos puentes que pudieran haberse destruido, y no pensamos que no hacen falta puentes si seguimos siendo los mismos, que no se han creado distancias si antes no las había, que la misma naturaleza de la relación es la que va a eliminar los desacuerdos, como siempre lo ha venido haciendo sin habernos dado cuenta.
Son las dos de la madrugada, y estoy escribiendo estas líneas en la habitación, vacía, de mi hija mayor. Ella estará en otra habitación de otra ciudad, viviendo otra parte de su vida. Su luz iluminará a otras gentes, pero a nosotros nos deja en una cierta oscuridad. Qué curioso. Gracias a esa oscuridad destaca más vuestra luz, la luz de las personas especiales que día a día veo, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Publicado el 3/6/1995
El otro día me suicidé. No es que lo tuviera pensado, pero si es cierto que alguna vez, por distintos motivos, había cruzado por mi mente la idea de acabar con mi vida. De hecho, si no hubiera sido por lo del trabajo, puede que no hubiera vuelto a pensarlo, pero perder el trabajo cuando uno tiene ya cuarenta y tantos años, no es precisamente alentador. Así que me decidí. Mientras estaba preparando la cuerda, (fuerte, para no hacer el ridículo), mezclado con la desesperación sentí miedo y al mismo tiempo noté el poder, un poder inmenso en mis manos.
Mi mujer se había ido a la compra, la pequeña estaba en la guardería y el mayor en el instituto, tenía tiempo de sobra. Probé el gancho que había en el techo de la despensa y aguantó perfectamente mi peso, así que coloqué la silla, medí y até la cuerda, me pasé el lazo por el cuello, y después de mirar las paredes que me rodeaban, di una patada a la silla y…
Cuando llegó el juez para levantar el cadáver, la viuda con los ojos anegados y una niña pequeña en sus brazos, con un gesto le indicó el lugar. El muerto ofrecía el desagradable aspecto que ofrecen los ahorcados, y después de examinar la pequeña habitación, ordenó que le bajaran para llevarle al depósito, donde se procedería a la autopsia.
Al salir por el pasillo, a través de la puerta medio abierta de una habitación, vio a un muchacho de unos 16 o 17 años, que sollozando golpeaba la cama con el puño.
Aproximadamente a la misma hora, nacía en una clínica privada de una ciudad no muy lejana, una niña preciosa, hija de unos joyeros que tenían varias joyerías en la ciudad. Nadie podía pensar que, cuarenta y tres años más tarde, un accidente de caballo la dejaría confinada en una silla de ruedas para el resto de su vida.
Volviendo a nuestro relato, la viuda montó un pequeño negocio que la permitió asegurar el porvenir de sus hijos, aunque el mayor no pudo arrancar jamás de su mente la imagen de su padre, ni pudo entender porqué lo hizo. La pequeña hizo pedagogía y montó una escuela-granja en una finca cercana, que con el tiempo fue conocida en todo el país por sus excelentes resultados en la educación de niños “difíciles”.
Su madre acabó trasladándose a la granja, donde tuvo oportunidad de ofrecer todo su amor y comprensión a aquellos pequeños, que cuando terminaban sus estudios, volvían a visitar la granja, como ellos decían, sobre todo por ver a “la abuela”, quien disfrutó de sus visitas durante muchos años.
Cualquier parecido de esta historia o de sus personajes con la vida real es pura coincidencia, ya que se debe exclusivamente a mi imaginación, pero pienso que pudo ser así la realidad, cuando el otro día me enteré de que un hombre, y por tanto un hermano mío, se quitó la vida en un pueblo cercano. A veces, afortunadamente muy pocas veces, la vida es muy triste, desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Publicado el 20/5/1995
Me gustaría que estos momentos en que suelo asomarme a vuestra casa, gracias a esta ventana, no se transformaran en el discurso de cualquier signo y más o menos demagógico, al que venimos asistiendo en diversos medios de comunicación. Mi idea cuando comencé estas cartas, y la que sigo manteniendo ahora, es la de poder ofreceros un momento de descanso o de reflexión, contándoos hechos o pensamientos, reales o ficticios, que mi ventana me ofrece y creo que os pueden interesar. Este es mi compromiso, y este compromiso no excluye el que, a nivel estrictamente personal, me manifieste en estas cartas política o socialmente con la misma y total libertad con que lo hago habitualmente en el trato cotidiano. Procuraré no tocar demasiado el tema de la política, más que nada, porque creo que ya estamos todos un poco hartos de este asunto.
Tien’ asero, decían los gitanos de Platero, que por fuera era blanco y peludo, como de algodón. Tiene acero. No sé si conozco a alguien de quien se pueda decir lo mismo. Qué difícil es encontrar a una persona de carácter amable y fuerte al tiempo, agradable en el trato y firme en sus convicciones. Qué difícil va resultando encontrar a alguien que al menos tenga convicciones. Y no me refiero a convicciones políticas, sino a convicciones morales, o incluso éticas. Estamos abandonando el vivir de acuerdo con unos valores a cambio de vivir con el máximo de posesiones materiales posibles. Pensamos que es mejor el estado del bienestar que la calidad de vida, e incluso confundimos estos conceptos. Estamos dispuestos a adorar el becerro de oro en cualquiera de sus manifestaciones, y lo único que nos inquieta es la riqueza de la aleación.
Honradez y sinceridad son cualidades incompatibles, no ya con la vida política, sino con la más elemental relación social. Es tan escasa la bondad, y está tan poco valorada, que cuando opinamos en una conversación sobre una persona ausente, y queremos decir que es buena persona, para evitar que la tomen por tonta tenemos que decir: “Es buena gente”. Creo yo que no deberíamos escandalizarnos tanto de la poca limpieza de la vida pública, cuando somos incapaces de agacharnos a recoger que nuestro retoño ha tirado. No deberíamos protestar del alcoholismo en la juventud, cuando menores de edad son abastecidos de alcohol ante nuestra vista, no ya en bares o discotecas, sino en tiendas y supermercados, y no hacemos nada por evitarlo. No debemos quejarnos tanto del narcotráfico, cuando en nuestra Plaza Mayor, a cualquier hora de la mañana o la tarde, podemos ver a los camellos pasando las papelinas a sus clientes, y que conste que mi opinión personal respecto a las drogas es que debían ser de suministro gratuito bajo control médico, pero no es a eso a lo que voy. A lo que voy es a que debe haber más coherencia entre nuestros pensamientos y nuestros actos.
De estos mimbres, salen aquellos cestos. Somos nosotros quienes, minuto a minuto, vamos haciendo la vida. Intentemos retomar y poner en práctica los principios que nos enseñaron de pequeños, enseñemos esos mismos principios a los que nos siguen y quizá, al hacerlo, mejoren las acciones de los que nos rodean y representan. Y para suavizar el final, os dejo con una cita de Víctor Hugo: “Con la realidad se vive, con el ideal se existe. ¿Queréis comprender la diferencia? Los animales viven, sólo el hombre existe”.
Un abrazo desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla.
Publicado el 13/5/1995
Hablaba el otro día con unos compañeros del arte en general, y de la fotografía en particular. Me preguntaban sobre la técnica de unas fotografías que aparecían en una revista, y que tenían como tema la fiesta de los toros. Después de unas explicaciones, entramos en un pequeño debate, sobre qué es arte y qué no lo es. Bueno, pues el asunto es que llegamos a la conclusión de que en muchas ocasiones nos encontramos con trabajos de “artistas”, y entrecomillo lo de artistas, que no entendemos, y que no nos transmiten ni sentimientos, ni emociones, ni sensaciones, nada en absoluto.
Y el caso es que muy a menudo, leemos o escuchamos a los críticos, a los que suponemos con conocimientos superiores a los nuestros, y hablan y no paran de “la esquizofrenia latente del negro”, en tal autor, o de “la atrevida conjunción del verde y el gris marengo” en tal otro, o de “la ruptura de espacios tan hábilmente conseguida”, cosa que el autor ha logrado mediante el sencillo procedimiento de romper la tela del cuadro. Y no digamos ya si el “artista” es escritor, ya puede estar escribiendo sandeces, que no faltará el “crítico” de turno, que aunque no haya leído la obra en cuestión, nos ofrecerá un comentario de la siguiente especie:
“Con esta obra nos encontramos otra vez con el mejor… (y aquí podéis poner el nombre que queráis), el de la pluma descriptiva y profunda, el mejor… (y volvéis a poner el nombre del autor), que tantas horas de placer nos ha proporcionado al sumergirnos en su prosa fecunda, y muchas veces “jocunda”.
Y resulta que cuando, impresionado por la crítica, apabullado por la publicidad, te acercas a una librería a por el libro en cuestión, aflojas dos o tres mil pesetas, te arrellanas en tu sillón, y después de haber aguantado la mitad del libro te das cuenta de que la presunta prosa fecunda no es tal, que no es más que una serie de frases que no dicen nada, entonces con mucho cuidado escondes el libro en la parte más inaccesible de tu biblioteca, para que cuando alguien te pregunte, puedas contestar más o menos: Está bien, pero he de volver a leerlo, porque hay cosas tan profundas que se escapan a la primera lectura.
¿Porqué no decir sencillamente lo que pensamos? ¿Porqué no decir que si el autor, en lugar de llamarse Don Fulano de Tal y Pascual, se llamara Juan Pérez, opinaríamos que la obra en cuestión no vale lo que un rollo de papel higiénico?
Esa es la piedra de toque. Quitar a la obra que se ofrece ante nosotros el nombre del autor, despojarla de la publicidad y títulos o premios que el autor haya conseguido, dejar de lado las críticas, intentar sumergirnos en la obra y sólo después, comparar la opinión que nos haya merecido con la de distintos expertos, y no debemos avergonzarnos de que los listos de turno nos digan que no tenemos ni idea. Cualquier tipo de creación, y mucho más la que pretende ser artística, debe comunicar algo a quien la contempla. Si no lo consigue, si no nos transmite placer ni dolor ni asombro, ni alegría ni tristeza, en resumen, si no despierta nuestro interés, entonces podremos leer o escuchar las críticas de los “expertos” con el mismo espíritu con que escuchamos a los “especialistas” cuando comentan un partido de fútbol televisado. ¿No os h aparecido en alguna ocasión que el partido que comenta el locutor, es uno distinto al que nosotros estamos viendo?
Un abrazo desde mi ventana.
L. Alfonso Asperilla
Suscribirse a:
Entradas (Atom)